Melbourne es otra de las grandes ciudades de Australia. En concreto es la segunda del país por número de habitantes.
Durante un corto periodo a principios del siglo pasado gozó incluso de la capitalidad del país, hasta su definitivo traslado a Canberra.
Fue fundada por colonos hace casi 200 años y durante mucho tiempo fue la ciudad más importante del país, impulsada por el aumento de población durante la fiebre del oro. Sin embargo, las primeras décadas del siglo XX, Sydney tomó lo delantera en cuanto a población. Lejos de suponer un contratiempo para la capital de Victoria, los años la han consolidado como una de las mejores ciudades del mundo para vivir, gracias a sus altos niveles de calidad de vida.
En 1956 fue la sede de los Juegos Olímpicos de Verano y en 2006 albergó los Juegos de la Commonwealth. La ciudad es amiga de los visitantes y cualquiera puede disfrutar de la combinación de edificios victorianos y construcciones vanguardistas, de las amplias zonas urbanas y de los enormes parques y jardines repartidos por toda la ciudad, de los paseos por sus avenidas y del cuidado sistema de tranvías y, sobre todo, de su gran y diversa multiculturalidad.
Estas expectativas me decantaron por dejar el coche en el aparcamiento del Gran Casino para no volver a tocarlo durante nuestra estancia. Además de evitar los consiguientes quebraderos de cabeza para conducir, aparcar, orientarme, etc., podría disfrutar con más atención de nuestro recorrido.
Sin embargo, nuestra llegada se produjo hacia el atardecer por lo que optamos por, una vez libres del coche y de las maletas, visitar el Museo de Melbourne y relajarnos en una sesión de cine en su colosal teatro IMAX.
Se trata de la tercera pantalla más grande del mundo, con 32 metros de ancho y unos 23 metros de alto, lo que unido a sus especiales sistemas de proyección de altísima definición permite disfrutar de una belleza sin igual en sus proyecciones.
Nos decantamos por un documental sobre el explorador inglés Ernest Shackleton y su epopeya antártica. Soy fan de Sir Ernest y de la hazaña que hizo, al mantener con vida a la totalidad de su tripulación durante los casi dos años que estuvieron perdidos en el polo Sur. Como además había leído ya varios libros narrando la aventura, como el estupendo “La prisión blanca” de Alfred Lansing, y el ameno y gráficamente muy bien documentado “Atrapados en el hielo” de Caroline Alexander, disfruté muchísimo viendo el documental realizado con gran parte del material recopilado en la propia expedición.
Al final, como siempre, acabamos siendo la atracción del evento. Compramos un enorme paquete de palomitas; insisto en lo de ENORME, y al poco rato comenzamos a tener una “fuga” en su fondo, por lo que fuimos dejando un rastro, cual Pulgarcito de las antípodas, para el resto de asistentes a la misma proyección.
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