La Gold Coast australiana.
Finalizada nuestra estancia en Brisbane, nos enfrentábamos ahora a dos nuevos días de viaje que nos iban a encaminar hasta Sydney. Como ya he comentado anteriormente, la única forma de visitar todas las ciudades que queríamos, era el desplazamiento por carretera en largas jornadas de viaje, y por ello había que dividirlas cuidadosamente para que, éstas, no se convirtiesen en un agotador suplicio.
La táctica consistía en pasar uno o dos días de carretera hasta la siguiente población importante en el itinerario, pero con un recorrido ameno y plagado de pequeñas sorpresas que le daban aliciente, para, al llegar a destino, reposar durante otros dos o tres días y evitar el empacho de coche.
En este caso, partimos de Brisbane con las primeras luces de la mañana, y quedaría muy bonito decir que fue para contemplar el amanecer, aunque la verdadera razón fue para evitar las aglomeraciones de tráfico de cualquier día laborable.
Bueno, pues resultó que a la hora de salida, la mayoría de la gente ya estaba trabajando, con lo cual la jugada la hicimos fatal pero nos salió a pedir de boca, ya que abandonamos la ciudad por la vía principal con un fluido devenir de vehículos.

El primer tramo de la jornada resultó ciertamente monótono, aunque a medida que la carretera se aproximaba al mar, nuestro ánimo se fue elevando, a lo que quizá contribuyó el desayuno que nos metimos entre pecho y espalda.
Llegamos así a la localidad de Byron Bay, una pequeña ciudad turística situada ya, en el estado de Nueva Gales del Sur, y considerada como una de las zonas más privilegiadas de la costa este de Australia para la práctica del surf.
Por lo demás la jornada transcurrió sin mayores sobresaltos, excepto el producido por una gamba gigante que nos sorprendió al cruzar el pequeño núcleo de Ballina. De pronto, el gigantesco monstruo surgió a un lado de la carretera con dos negrillos ojuelos protuberantes y produjo una brusca parada en nuestro automóvil y en mi corazón.
Como venganza, penetramos en el bar de comida rápida situado bajo sus artejos y dimos buena cuenta de lo que seguramente, eran individuos de su prole, de tal forma que a las diez de la mañana nos habíamos deleitado con un apetitoso menú de gambas, calamares y patatas fritas en una auténtica orgía de comida con claras influencias norteamericanas.

Hartos con la fritura, proseguimos hasta dar con un postre que congeniase en nuestros estómagos, y he aquí que en Coffs Harbour descubrimos la “Banana gigante”, un plátano de considerables dimensiones, a través del cual se llega a una cafetería donde preparan las bananas de todas las formas inimaginables.
Yo realmente no pude imaginarlo, ya que escuchamos con gran interés las explicaciones de la camarera, sin comprender absolutamente nada, para seguidamente, poner una cara simpática y señalar la mesa más cercana indicando que nos sirviesen aquello que comía una señora gorda con gran entusiasmo; – ¿con chocolate, sirope, vainilla, ketchup, mostaza o piedrecitas del campo? – Si no dijo eso, fue algo parecido, pero optamos por tomarlo con chocolate, y tras unos breves instantes de intriga se apareció ante nuestros ojos un magnífico batido de plátano en cuyo interior se podía contemplar una enorme banana cubierta de chocolate.

No hubo mas incidencias hasta la llegada a Port Macquarie, uno de los lugares turísticos por excelencia debido a su estupendo clima, y que nos recibió con una “estupenda” lluvia.
Mi mayor interés en el lugar era visitar el Hospital de koalas, donde la gente lleva a estos simpáticos animalitos cuando los encuentran abandonados o heridos. El lugar se hallaba cerrado, pero tuvimos ocasión de pasear entre las distintas jaulas-hospital y descubrimos que los koalas tienen la insana costumbre de saltar a la carretera desde los eucaliptos donde viven, siempre a poder ser, que un potente vehículo se aproxime a gran velocidad. Esto conlleva un alarmante número de bajas y un alto porcentaje de orfandad, por lo que muchos de los koalas que pudimos contemplar habían sido acogidos a una temprana edad y debían aprender a defenderse solos antes de volver a la Naturaleza.
Otra de las gratas sorpresas que nos deparó la ciudad fue la playa de las Conchas, Shelly Beach. Se trata de una preciosa playa cuya arena, como su nombre ya indica, se halla cubierta de millones de pequeñas caracolillas desechadas en la orilla por el oleaje.
La contemplación de semejante paisaje ya valía la pena, pero lo realmente fascinante fue que al acabar la arena, sin solución de continuidad, se erguía un infranqueable muro de arboles y arbustos que conformaban un parque natural ubicado dentro de la propia ciudad. Mirando a la derecha se veía un calmo y hechizante océano, mirando a la izquierda, a menos de 30 metros, la vista topaba con una selva húmeda y oscura como si se tratase del corazón del Amazonas. Todo ello perfectamente delimitado por un cinturón de elegantes casitas, cuyos inquilinos no se atreverían a adentrarse en su peculiar jardín circundante, a menos que fuesen bien pertrechados de brújula, comida y agua para varios días.
La magia de Port Macquarie intentó retenernos, pero el viaje debía continuar y ,con gran pesar, abandonamos el idílico lugar mientras nos despedía el rojizo amanecer que surgía desde el mar.
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