Finalizada nuestra primera visita no pudimos continuar resistiendo y apretamos el paso para contemplar de cerca el principal símbolo de Sydney, el edificio de la Opera.
En nuestras mentes aparece siempre la típica imagen lateral del edificio, con su aspecto de concha, pero cuando te aproximas a pie, la perspectiva es distinta y extraña. Visto frontalmente, el edificio se antoja más alargado, con unas cúpulas muy altas en comparación con el resto de la estructura. Su diseño parte de la división de un círculo en secciones que asemejan la forma de una concha, de tal forma que si tomamos esas cúpulas desde su vista lateral podríamos recomponer ese círculo. El brillo tan característico se produce gracias a miles de pequeñas baldosas que cubren completamente las cúpulas y que reflejan con esmero la luz solar que reciben.
Pese a la controversia creada cuando se construyó y que entre otras cosas, supuso la separación del proyecto del propio diseñador y que el presupuesto se disparase muy por encima de lo originalmente previsto, la ciudad de Sydney ha salido muy beneficiada desde su construcción y el edificio ha llegado a constituir el símbolo identificativo de la misma y uno de los iconos más conocidos del mundo. Muy recientemente se han emprendido gestiones para restablecer las relaciones con el padre de la idea que, tras el urgente «mutis por el foro» que tuvo que realizar, no había vuelto a tener ningún contacto con nada relacionado con este proyecto, lo cual no deja de ser una lástima.
El interior del edificio sorprende sobre todo por el contraste existente con el aspecto externo del mismo. Si bien el exterior es blanco y reluciente, las distintas salas que alberga son abovedadas de color negro y de tonalidad mate. Esto tiene una doble funcionalidad, ya que a la vez que el diseño mejora la acústica del lugar, la oscuridad otorga un carácter de recogimiento que realza la magnificencia de los espectáculos.
Una vez tomado contacto con el punto folclórico de nuestra visita decidimos que era buen momento para conocer alguno de los múltiples restaurantes del popular distrito de Kings Cross. De este modo y tras varios intentos fallidos pese a llevar un plano y la dirección anotada, conseguimos localizar el Venice Beach, un pequeño pub, curiosamente dividido por el portal del edificio en el que se ubica, donde se puede degustar una excelente variedad de pantagruélicos platos combinados donde el protagonismo de sus ingredientes lo acaparan sin duda distintos tipos de marisco que alegrarán el alma, y sobre todo el estómago, de cualquiera que se anime a aventurarse hasta estas zonas, a priori, de escasa relevancia turística.
Una de las zonas más alegres y concurridas de la ciudad es el barrio de Darling Harbour. En el, y alrededor de la pequeña bahía de Cockle, se despliegan varios centros de recreo y ocio que atraen a muchísima gente tanto local como foránea.
Tuvimos la feliz idea de acercarnos a la zona por medio del monorraíl, un futurista sistema de transporte que evita cualquier tipo de atasco, ya que se trata de una tren que se desplaza sobre una única vía instalada en el centro de Sydney y ubicada a cierta altura por encima del tráfico. Esto, además, permite obtener durante el recorrido una visión superior de todo el recorrido, y concretamente de la zona que íbamos a visitar. Nos apeamos en la estación de Haymarket y desde la cual iniciamos nuestro recorrido en dirección a nuestro objetivo final, el Acuario de Sydney.
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