Australia tiene capital. SÍ. Como todos los países. Aunque parece que se empeñan en esconderla lo bastante para que los turistas, y yo creo que los propios australianos, no la encuentren ni con GPS.
Después de dos horas de ensayos y errores en la carretera, llegamos a Canberra.
La capital del país se fundó hace escasos 100 años como compromiso entre las dos ciudades más importantes, Sydney y Melbourne.
Nos resultó asombroso llegar al cartel de la ciudad, conducir durante media hora viendo casitas desperdigadas a los lados de la carretera, y descubrir de pronto que estábamos ¡en el centro de la ciudad! Lo digo totalmente en serio, no nos habíamos dado cuenta.
Está diseñada de tal forma que cubre una superficie enorme de terreno y la población está repartidísima por esa superficie de tal forma que más que una ciudad, parece un pequeño poblado en el centro de una llanura llena de arbustos. No tiene un núcleo urbano como conocemos en cualquier otro lugar, y tan solo cuando estás en pleno centro encuentras cierto incremento de edificios y locales comerciales.
Como digo, la capital se creó de forma artificial, y ello contribuyó a que, en primer lugar, la ciudad esté completamente organizada puesto que su edificación ha sido prevista en plano hasta los mínimos detalles, y en segundo lugar a facilitar un crecimiento expansivo y ordenado, que determina que ocupe una enorme superficie de pequeños edificios bien diseñados y dispuestos de forma que no den la sensación claustrofóbica de cualquier otra ciudad. Y desde luego, ESO LO CONSIGUEN.
Por otra parte es un lugar eminentemente práctico y con vocación de ciudad administrativa que no tiene grandes atractivos para visitar. Aún así, visitamos algunos de los lugares más llamativos (y con eso no quiero decir necesariamente bonitos).
Nuestra primera parada obligatoria fue la sede del Parlamento Australiano. Este edificio tiene menos de 30 años, ya que se inauguró en 1988. Para acceder a él hay un gigantesco parking alrededor que nos dio un pequeño disgusto, porque al estar dispuesto de modo circular alrededor del edificio (y además a una distancia enorme), consiguió que nos perdiésemos a la vuelta y tardásemos más de media hora en “recuperar” nuestro coche.
Tras una inesperada caminata llegamos al edificio principal que cuenta con 4700 habitaciones. Dos cosas nos llamaron la atención. La primera, visual; la bandera que se erige en el centro del edificio y que corona un mástil de acero inoxidable de unos 80 metros de altura.
La segunda, nos dio una nueva idea del carácter australiano. La visita por el interior del Parlamento la realizamos a nuestro aire, sin guía. Íbamos visitando las distintas salas, contemplando las cámaras de representantes y sentándonos en los asientos de los diputados. Todo ello sin supervisión ni control aparente.
En un determinado momento llegamos a un gran portón que parecía dar a un sitio interesante, pero nos asaltó la duda sobre la conveniencia de “meternos donde no debíamos”. El caso es que tras unos instantes de duda, nos dirigimos a un guardia de seguridad con aspecto de guardaespaldas malo de una película, con su traje negro y sus gafas oscuras. Tímidamente le preguntamos si sería posible acceder a la susodicha sala. El se quitó las gafas, nos miró fijamente y nos dijo: “¿Se puede abrir? Si se puede abrir, se puede pasar”. Nos quedamos a cuadros. Y de hecho nos lo confirmaron un poco después. Se podía acceder a cualquier sitio que no tuviese echada la llave. Si no querían que una zona fuese visitada, la solución era tan simple como cerrar la puerta con llave.
Finalizado el periplo parlamentario nos encaminamos al Royal Australian Mint o Fábrica de Moneda donde se hacen casi todas las monedas que circulan en Australia (en realidad se reparten entre la fábrica de Canberra y la de Perth). Lo más destacable son las ganas que se te quedan de llevar unos bolsillos más grandes y arramblar con todo lo que ves durante la visita. También nos llamaron mucho la atención las monedas de plata coloreadas, acuñadas especialmente para los coleccionistas y la posibilidad de acuñar manualmente con una prensa tu propia moneda de 1 Dólar Australiano (que acaba por no entrar en circulación, porque como souvenir queda muy chulo).
Otro de los puntos interesantes en la capital es la Telstra Tower, una enorme torre de 195 metros de altura situada en la cima de la Montaña Negra o Black Mountain. Su atractivo se encuentra en la posibilidad de contemplar la superficie completa de la ciudad desde sus miradores circulares y poder tomar un cafelito en su restaurante giratorio.
Para acabar la visita no nos olvidemos del gigantesco Lago Burley Griffin que ocupa gran parte del centro de la capital. Es un lago artificial de 11 km de largo y casi 7 km2 de superficie que se acabó de construir en 1963. En mitad del lago sobresale el Capitan Cook Memorial Water Jet. Esto es básicamente un chorro de agua de 140 metros de altura que, parafraseando a Bill Bryson en su libro “En las Antípodas” “…lanza agua a varios centenares de metros hacia arriba de una forma tan poco llamativa que asombra…”
Nuestra última visita del día quedó reservada para el Jardín Botánico que, como el resto de la capital, gozaba de un grado casi perfecto de organización y etiquetado. En el pudimos hacer un agradable y refrescante paseo entre las zonas de más tupida vegetación y pudimos conocer algunas de las especies menos conocidas del ecosistema australiano. No siempre puede uno adentrarse en una exuberante selva o en tórrido desierto y encontrar una llamativa plantita, por lo que muchas veces, los Jardines Botánicos son un excelente sucedáneo.
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¿Quieres seguir la ruta australiana desde el principio? Aquí tienes el Primer Capítulo: Los Preparativos.
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